viernes, 2 de marzo de 2012

El Angel y el Rey

Yaco era un rey muy poderoso. Su reino se extendía miles y miles de kilómetros, su poder aún más. No había sido una buena persona realmente, ni siquiera un buen rey, pues siempre había antepuesto sus intereses personales a los de su pueblo. Tampoco había sido una persona feliz, porque en su egoísmo, no había sabido amar, razón por la cual se encontraba solo. Su esposa, cansada de discutir y no ser tenida en cuenta, se había ido con sus hijos, hoy ya mayores, a otro pueblo. En venganza por haberlo abandonado, Yaco le quitó a la entonces reina una corona hecha con los más finos cristales y los más hermosos rubíes. En rigor de verdad, al rey no le servía de nada quedarse con esa corona, pero la sola intención de hacer sufrir a la reina, bastó para arrebatársela cual si fuera un tesoro muy preciado. Desde que la reina se había ido, la corona quedó en un arcón opacándose día a día. Yaco no veía demasiado a sus hijos, sus múltiples ocupaciones de rey –decía él- se lo impedían. Tampoco se ocupaba de su pueblo, el cual se empobrecía a medida que su riqueza iba creciendo. Cierto día, sintió una puntada muy aguda en el corazón, no podía respirar y el dolor era insoportable. Buscando el aire que no tenía y como pudo, se acercó a la ventana. Para su estupor, vio que un ángel estaba sentado en el umbral de la misma. Un ángel hermoso, rubio, de cabellos rizados y ojos celestes. Vestía una especie de túnica blanca con brillos en sus mangas y lo miraba con firmeza, pero a la vez con ternura. – El ángel de la muerte…. – pensó Yaco, creyendo que ése era su fin. Sin embargo, ese ángel no se presentaba como él podía haberlo imaginado. Su rostro era tierno y afable, de repente y como por arte de magia, la puntada desapareció. – ¿Vienes a llevarme verdad? – Preguntó con voz temblorosa el rey. – ¿Y tu qué crees? – Repreguntó el ángel mientras movía los dedos de su mano derecha una y otra vez sobre el umbral de la ventana. – Que no es el momento aún – Contestó Yaco. – ¿Quién sabe cuándo es el momento? ¿Tu acaso? Replicó el ángel, sin dejar de mover sus dedos sobre el umbral. En un abrir y cerrar de ojos el ángel desapareció, como si jamás hubiese existido. Aturdido y con una sensación de temor que jamás había experimentado, Yaco quedó mirando por la ventana y pensando qué cerca había estado de su fin ¿Se había salvado realmente o la muerte estaba ahí agazapada esperándolo para dar el zarpazo final en cualquier momento? Ese día no salió de su recamara. No hizo más que pensar y hacer un balance de su vida. Pudo contar muchos kilómetros de terreno ganado para su reino, pero pocos momentos felices. Contó cuántos súbditos tenía y eran por cierto, infinitamente más que los amigos que había podido cosechar. Miró su rostro adusto y su expresión de enojo, que no era sino la que tenía todos los días. No recordaba cuándo había visto a sus hijos por última vez y menos aún, cuando había reído. Empezó a desesperarse, sentía cerca su final y sabía que no había vivido bien. Daba vueltas como un perro mordiéndose la cola por su gran recámara. Revolvía la ropa, abría y cerraba arcones, cuando de repente encontró la corona de quien fuera su esposa. Si bien el tiempo había opacado su belleza, no la había hecho desaparecer. Con la corona en sus manos, recordó qué bien lucía en la cabeza de la reina y cómo había sufrido ella cuando él se la había arrebatado. Por primera vez en la vida, se sintió un miserable. Un miserable vestido de rey ¡vaya ironía! Su tiempo se terminaba y era hora de enmendar el mal que había hecho ¿sería eso posible? Y sino lo era, al menos intentaría culminar su vida, mejor de lo que la había transitado. Cada tanto, otra puntada se clavaba en su pecho, como recordándole que mucho tiempo no quedaba, pero sí muchas cosas por hacer. Yaco estaba convencido que era su final, tenía miedo, por primera vez en la vida. No quería irse de este mundo con tantas cuentas pendientes. Algo debería hacer. Sabía perfectamente que los caminos transitados ya no pueden desandarse, pero tenía la esperanza de enmendar, aunque fuese algunos, de sus tantos errores. No había sabido vivir, por lo menos, quería aprender a morir de un modo más digno. Decidió hacer un viaje, el último sin duda. Esta vez no ordenó que le preparasen el carruaje, sino que lo pidió amablemente, lo cual causó una gran sorpresa en el palacio. Recorrió su vasto territorio y pudo ver a la gente y las condiciones en las que vivían. No vio rostros felices, sino que encontró niños con hambre, hombres trabajando de sol a sol, mujeres que tampoco sonreían. Nadie lo saludo al pasar, ni siquiera levantaron la cabeza tan para espiar. Pasó como una sombra. No se sorprendió, sabía que no merecía otra cosa. Su destino era la casa de sus hijos y como el pueblo quedaba lejos, el viaje fue muy largo. Sin embargo, el paisaje no cambiaba. Rostros tristes, niños flacos, miseria, desdicha, opresión. Al llegar a la casa que habitaban su esposa y sus hijos, fue recibido por la que fuera reina. Para su sorpresa, Ana, así llamaba, no tenía expresión triste. Es más, su rostro no era el mismo que cuando vivían juntos. Sus ojos eran luminosos y en su boca se había instalado una sonrisa que Yaco pocas veces había visto en sus años de convivencia. Pensó entonces con tristeza, que había logrado ser feliz sin él. Por su esposa se enteró que sus hijos habían partido al exterior, ninguno se había despedido de él. Sintió pena por esa mujer a la que no había sabido amar y que ahora estaba sola, pero más pena aún sintió por él mismo. Cuando regresó al palacio, lo primero que hizo fue sacar la corona que le había quitado a Ana, la mandó limpiar y, una vez que estuvo más que reluciente, ordenó que se la llevaran. Nada podía cambiar el pasado, pero el devolver a su esposa la corona tan querida por ella, sentía que, en cierto modo, enmendaba su error. Por lo menos, dejaría en ella un recuerdo menos amargo. Luego llamó a una reunión. Dio la orden de bajar los impuestos y subir las pagas de los jornaleros. Volvió a sentir la puntada en el pecho, la hora se acercaba. Escribió una carta a cada uno de sus hijos, les pidió perdón, pero por sobre todas las cosas, les dijo cuánto los amaba. No quería morir sin haberlo expresado aunque fuese por escrito. En poco tiempo, Yaco hizo mucho más por los demás de lo que había hecho en toda su vida. Se dio cuenta que era imposible enmendar muchas cosas, pero aprendió también lo que era el perdón de los demás y también el perdón hacia uno mismo. Una noche, al entrar a su recámara para descansar, vio nuevamente al ángel sentado en el umbral de su ventana. Tenía la misma expresión afable del primer día y una vez más, movía los dedos de la mano derecha. Yaco quedó petrificado. Era la hora, no había salida. Sin duda, el ángel venía por él. Un sudor frío recorrió el cuerpo del rey, tenía miedo, mucho miedo. – Ya estoy dispuesto, puedes llevarme – dijo firme Yaco. – ¿Adónde si no es molestia saber? – preguntó el ángel con una sonrisa muy particular. – ¿No eres el ángel de la muerte acaso? ¿A dónde me llevarías si no es con ella? – contestó con temor y enojo Jaco. – Si hubieses vivido una buena vida, sabrías sin duda que no hay ángeles de la muerte y no he venido a llevarte a ningún lugar, por cierto. – Es la hora, he hecho todo lo que pude para enmendar las cosas, estoy preparado para irme. – No entiendes, jamás has entendido nada ¿Ahora que has aprendido a vivir quieres irte? – Pero la puntada, el final… tu en la ventana… – balbuceó Yaco. – Casualidades, avisos si quieres tomarlo así, lecciones que aprender, el destino, como tu quieras verlo – sonrió el ángel. Jaco cada vez entendía menos. El ángel continuó. – En realidad, yo me detuve en tu ventana porque estaba cansando. Me relaja sentarme en las ventanas y golpear mis dedos en el umbral, manía de ángel podría decirse. El resto corre por tu cuenta. – Pero… la puntada en el pecho…. – insistió Yaco. – Algo me dice ahora que aprendiste a vivir, no la sentirás más. Creíste que era el fin y el temor te hizo ser mejor de lo que jamás habías sido. Queriendo morir en paz, aprendiste a vivir como es debido ¿qué paradoja no es verdad? El ángel prosiguió: – Pues bien, aprovecha este tiempo, no es hora de partir aún, es hora de vivir. Se que ahora podrás hacer las cosas como corresponde, intuición de ángel podría decirse. Dicho esto se esfumó, dejando en Jaco una sensación de desconcierto y alegría al mismo tiempo. ¿Había sido su imaginación la presencia del ángel en su ventana, la puntada, el supuesto final? Como fuese, ya no importaba demasiado, ahora era tiempo de vivir bien, por y para los demás. Yaco supo que esta vez sí podría hacerlo, intuición de rey, podría decirse.

No hay comentarios:

Publicar un comentario