viernes, 16 de marzo de 2012
La dama blanca
Corría el año 1550; el oro venía del Perú en galeones bien custodiados, y acompañando el dulce tintineo, llenos de orgullo y acariciados por doradas esperanzas, también llegaban sus propietarios.
Uno de ellos, viejo, corcovado, con los ojos cansados de contemplar tesoros, desembarcaba en Cádiz. Era rico, y con el oro se creía capaz de comprarlo todo: hasta el amor.
Se le hizo largo el viaje a la Villa y Corte, pues recordaba que su amigo el médico del Rey quedó tutor de una niña encantadora que ahora frisaría en los veinte años y soñaba en contagiarse de su juventud contrayendo matrimonio con ella. Llegó el perulero, habló con el tutor; nada se consultó con la muchacha, aunque algo se le dio a entender de boda inminente. Y una vez todo dispuesto para la ceremonia, el viejo médico llevó a su pupila al Palacio Real.
Don Felipe II habíale siempre demostrado afecto, y en esta ocasión le ofreció como regalo nupcial digno de su grandeza, las trece monedas de oro que habían de servir de arras. Vivía la novia en la calle de las Infantas, en una casa de piedra roja, con siete chimeneas y rodeada de un gran jardín.
Celebróse el casamiento con gran pompa. El anciano esposo había regalado a la juvenil desposada un magnífico traje blanco, todo bordado con perlas. De encaje de Bruselas era el manto, que le llegaba hasta su borde, y ocultaba su cara y sus ojos enrojecidos por el llanto. Vino después el banquete, en el que los invitados, obsequiados hasta la saciedad, se tambaleaban en los límites de la embriaguez.
Cayó la tarde; los criados encendieron las luces. La novia se había retirado a sus habitaciones, lejos del bullicio. Y en medio de la noche, cuando el perulero, pensando en su felicidad, comprada con su oro, y a costa de las lágrimas de una obediente muchacha, fue a buscarla... no la encontró; alarmado, gritó a los servidores, recorrieron la inmensa casa, registraron rincones, repasaron los salones del banquete, sin el menor éxito, y, por último, bajaron a los sótanos. Y allí, en el suelo húmedo, en un aire mohoso, pesado e irrespirable, la encontraron echada.
El velo de encaje aún temblaba en su frente. El traje de perlas estaba teñido de rojo. Acercaron los candiles; entre sus manos sostenía el pañuelo bordado; trece monedas de oro, las arras, estaban a sus pies, y un puñal florentino, incrustado con gemas de colores, estaba clavado en su corazón. Horrorizados, se retiraron en silencio amo y servidores.
¿Quién pudo cometer aquello? ¿Un despechado amante? ¿Un egregio celoso? Aún queda en pie el enigma. Sólo sabemos que de cuando en cuando, en los sótanos de la casa, se oyen gemidos, y dicen que alguien ha visto pasear, como un espectro, en las altas horas de la noche, a una dulce mujer, envuelta en velos, haciendo tintinear en sus manos blancas de cadáver las trece monedas de sus arras.
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